Despedida de Madiba.

Ellis Park (Johannesburgo, Sudáfrica). 24 de junio de 1995. Final de la Copa del Mundo de Rugby.

En pleno césped, ante 62 mil espectadores presentes en las gradas y una audiencia global estimada de 1.500 millones de personas, un espigado y frágil anciano negro saluda sonriente a un descomunal joven blanco, rubio y de ojos claros, que se asoma a los 2 metros de altura y supera los 100 kilos de peso.


El primero es el presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela. El segundo, el capitán de la selección sudafricana de rugby, François Pienaar. Ambos ataviados con los colores verde y oro del equipo y el emblema de un antílope saltando, los Springboks, orgullo de la minoría blanca, máximo odio de la mayoría negra de la nación.


Sobre el papel, dos personajes llamados por la historia a ser enemigos íntimos. En ese mágico momento, simplemente dos seres humanos que con su franco apretón de manos y sus caras iluminadas por un par de cómplices y desbordantes sonrisas estaban abriendo una esperanzadora ventana al futuro para un país entero, transformando décadas de odio, asesinatos, opresión y segregación racial.

Era el culmen de la transición soñada por 'Madiba', quien, con el balón ovalado como pretexto, escenificaba a los ojos del mundo entero el camino por el que debía transcurrir la nueva Sudáfrica: junta, unida y sin divisiones por raza y color.

Moraleja:
"Si quieres hacer las paces con tu enemigo, tienes que trabajar con tu enemigo.
 Entonces él se vuelve tu compañero".

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